Autoridad y Obediencia
- Ruben Romero
- 15 dic 2024
- 4 Min. de lectura

La Autoridad del Creyente ante la Creación y el Legado de la Antigua Historia
Hay un momento, justo al principio de las Escrituras, donde el lienzo del universo comienza a recibir las pinceladas divinas del Creador. En el Génesis, contemplamos a un Dios generoso y amante, entregando a la humanidad la tarea de gobernar y cuidar aquello que Él mismo formó con tanta dedicación. “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza”, leemos, y luego, como un Padre que entrega a sus hijos el jardín más hermoso, Dios les dice: “Fructificad y multiplicaos… sojuzgad la tierra” (Génesis 1:26-28).
Esta autoridad delegada no es simple poder: es un regalo, una invitación a reflejar el corazón y el carácter de Dios. Fuimos creados un poco menor que los ángeles, pero coronados con honra y gloria (Salmo 8:4-6). Aquí no hablamos de una criatura que existe solo para adorar desde la distancia; hablamos de un ser humano capaz de estrechar la mano de su Creador, de caminar con Él, de responder a Su voz. Somos “prójimos” en un sentido sagrado: llamados a relacionarnos con Dios, a ejercer el “señorío” no como tiranos, sino como administradores fieles, llenos de amor y justicia.
Desde una perspectiva interpretativa, algunos estudiosos de la Biblia contemplan la posibilidad de que antes de Adán hubiera existido una generación previa —una “creación Pre-Adámica”— sobre la cual Lucifer habría tenido algún tipo de autoridad. De acuerdo con esta forma de interpretar las Escrituras, Lucifer era un ser magnífico, un portador de luz, con un rango elevado en la antigua creación antes de su caída (Isaías 14:12-15; Ezequiel 28:12-17). Pero al rebelarse contra Dios, su reinado se colapsó, la creación entró en caos, y posteriormente Dios restauró el orden otorgando el señorío a una criatura diferente: el hombre.
El ser humano recibe, entonces, un mundo renovado. La tierra, con sus montañas majestuosas, bosques susurrantes y mares profundos, es confiada a nuestras manos. Pero el drama continúa: el enemigo de antaño, el mismo que cayó por orgullo, ve en el hombre la imagen de Dios y siente una envidia feroz. Buscando robar la autoridad entregada al ser humano, entra en la escena con engaño y seducción. La serpiente, en el Edén, presenta el fruto prohibido no solo como alimento, sino como una promesa falsa de independencia. Y al caer el hombre, se vuelve esclavo del pecado (Juan 8:34), cedendo así su propia autoridad al adversario, quien a partir de entonces es llamado “príncipe de la potestad del aire” (Efesios 2:2).
Satanás ha distorsionado la historia humana con el propósito de borrar la imagen de Dios en nosotros, atacando los valores familiares, el entendimiento del bien y el mal, el honor a Dios y a nuestros padres. La creación, una vez bajo el gobierno del hombre, sufre las consecuencias de este dominio cruel e injusto. Sin embargo, incluso en medio de la caída, el ser humano no deja de anhelar el señorío: anhelamos poseer algo, un pedazo de tierra, un hogar, un proyecto. Esa sed de gobernar, aunque empañada, es un eco de la vocación original con la que Dios nos formó.
Pero la historia no termina en la tragedia de la caída. Dios, en su amor incomparable, envía a Su Hijo Jesucristo. En Cristo, vemos al último Adán (1 Corintios 15:45), el Hombre perfecto que conquista al adversario. Jesús viene a deshacer las obras del diablo (1 Juan 3:8), a recuperar lo que se había perdido. Con autoridad divina, declara: “Se me ha dado toda autoridad en el cielo y en la tierra” (Mateo 28:18). Luego, comparte con nosotros, sus discípulos, una porción de esa autoridad restaurada: “Os doy potestad de hollar serpientes y escorpiones” (Lucas 10:19).
El creyente, entonces, se alza de nuevo con poder espiritual. Pero esta autoridad no es una licencia para el orgullo ni la opresión. Es, ante todo, una responsabilidad. Autoridad significa “permiso para hacer”, no un poder absoluto para arrasar a nuestro antojo. Dios nos instruye a someternos a Su voluntad, a resistir al diablo y ver cómo huye (Santiago 4:7). Debemos recordar siempre que somos siervos, y que la verdadera grandeza en el Reino de Dios se ve en el servicio humilde (Marcos 10:42-45).
Hasta que Cristo venga en gloria, mientras caminamos en un mundo marcado por el dolor y la injusticia, hemos de llevar esta autoridad con manos limpias. Debemos rendir nuestras prioridades a las de Dios, evitando caer en la vanidad que la cultura dominante nos presenta. La obediencia no es debilidad, es la fortaleza del que entiende que sin Dios no somos más que polvo, pero con Él, somos herederos de promesas infinitas. Hemos de vestirnos del nuevo hombre, dejando atrás las cadenas del pecado, y anhelar el día en que seamos revestidos de inmortalidad (1 Corintios 15:53-54).
Mientras tanto, que nuestro paso por esta tierra sea el de un peregrino agradecido. Agradezcamos la autoridad que Dios nos devuelve en Cristo, ejerciéndola con corazón noble y manos generosas. Cultivemos nuestro pequeño huerto, nuestra familia, nuestra comunidad, reflejando al Cristo que vive en nosotros. Recordemos que hemos sido llamados a ser administradores, no dueños absolutos; hijos, no huérfanos; amigos, no siervos distantes.
Al final, el sol de justicia brillará, las nubes se disiparán, y veremos el rostro de Aquel que nos entregó las llaves del Reino. Seremos parte de una humanidad plenamente redimida, restaurada en el propósito original. Hasta entonces, caminemos con fe y esperanza, sabiendo que en nuestra historia —desde el origen mismo de la creación hasta la redención final— late el amor de un Dios que no se ha dado por vencido con nosotros. Levantemos la cabeza, vivamos con gratitud y ejerzamos con mansedumbre la autoridad que Él nos ha dado, para la gloria de Su nombre.
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